El éxodo de los raros

escribe Federico Dalmazzo ▹
Nuestro Hunter Thompson sigue viaje y llega a La Pampa. Allí su camino se cruza con una comunidad que le abre sus puertas.



Se acerca el mediodía tras una noche de lluvia: el sol no se ve pero se siente a través del resplandor insoportable de las nubes que cubren el cielo pampeano. Recorrimos a dedo la Ruta Provincial Nº1 desde la antigua colonia vasca de Macachín —donde pasamos la noche de tormenta en el auto de un playero grande de panza y de corazón—, hasta llegar a la intersección con la 76, donde se anuncia la entrada al pueblo de Guatraché. Enfrente se abre un camino de tierra sin nombre por el que no entra nadie. Decidimos esperar media hora, ni más ni menos, y dejar que alguna causa externa decida por nosotros si tenemos o no que llegar al destino fijado. A los veinticinco minutos ya estamos pensando en movernos unos metros para cambiar la dirección del dedo a otra ruta, quizá más fructífera, y encarar para Bahía Blanca. Pero recordamos: si se arregla algo con la providencia hay que cumplirlo. En ese mismo momento para un coche y nos indica que mandemos los bultos al baúl. Nos aclara que es remís, pero que no piensa cobrarnos porque de todas formas labura sólo con gente de la colonia.
“Son raros ¡gente muy rara son!”, sentencia el remisero con cadencia un tanto nerviosa pero constante de sonidos.  “Ojo, son unos atorrantes, las mujeres también; eso sí, si están con el esposo se hacen las santas, ni una palabra ni te miran.” El camino de tierra es amplio y son unos cuarenta kilómetros que quedan por recorrer. A ambos los lados, la pampa extensa. “No usan luz eléctrica ni gas, sólo en los talleres. Ni televisión, teléfonos: nada. Algunos tienen celulares pero los esconden”, nos cuenta el hombre. “Son muy raros”, reitera. Llegamos finalmente a uno de los campos, que son como barrios organizados a lo largo de una calle, con sus casas, talleres y algún almacén o iglesia. Las casas son amplias, con jardines espectaculares, galerías de flores en las entradas y huertos familiares, todo con una geometría rigurosa. Las viviendas se construyen a medida que crecen las familias, con fachadas de ladrillo o pintadas de colores sobrios, con techos a dos aguas de madera y chapa galvanizada. “Cuando vine por primera vez, las casas eran todas de chapa, todo precario. Ahora tenés hasta casas de tres pisos”, me cuenta otro señor, que trabaja con la comunidad hace veintiún años. Caminando rumbo a un almacén, bajo las miradas fijas y silenciosas, uno se siente en otro mundo y afloran dudas de todo tipo. ¿Cómo y por qué se formó, en el medio de la pampa, un pueblo que rechaza la modernidad, habla sajón bajo y vive en torno a su particular interpretación del cristianismo?
Se trata de un “éxodo permanente en defensa de un estilo de vida”, según lo definen ellos mismos, que llevó, hace dieciséis años, a ocho familias menonitas de México y de Bolivia a asentarse en Remeco, provincia de La Pampa. En el siglo XVI, en el marco de la Reforma Protestante, surgen distintas críticas a la interpretación de la Biblia que impone Roma y, sobre todo, al pretendido dominio del Vaticano por sobre toda la cristiandad. La persecución papal fue como de costumbre violenta y las reacciones de los reformistas no fueron menos. Los anabaptistas, por ejemplo, pretendían recuperar un cristianismo primitivo invalidando el bautismo de bebés  (a quienes consideraban salvos) y promoviendo bautizar adultos (que pueden hacer una verdadera elección de fe). En medio de esta situación, un grupo de anabaptistas bajo el mando de Jan Matthys toma la ciudad de Münster. Predicando la abolición de la moneda, la igualdad entre hombres y la comunalización de bienes. Esta experiencia termina con dieciséis meses de asedio y los líderes anabaptistas colgados en jaulas en la torre de la iglesia. Éste es sólo un ejemplo de lo que se vivía en esa época: se documentan otras decenas de casos de anabaptistas que impulsaron levantamientos campesinos que terminaron en tragedia, por ejemplo. Al sacerdote Menno Simons (del cual proviene el término menonita) todo parecía demostrarle que eraimperioso implementar el pacifismo como modo de conducta del verdadero cristiano. Estas expresiones radicales de la Reforma encontraron la manera de sobrevivir formando comunidades agrarias apartadas de los vicios de las urbes —es éste el caso de los amish, huteritas y menonitas—, que según se estima en la actualidad suman entre sus habitantes unos dos millones de personas alrededor del mundo. Estas comunidades y sus pretensiones de autonomía chocaron, a lo largo de los siglos, con los estados modernos, generando su dispersión principalmente por Europa y América en búsqueda de mejores condiciones. Es así como llegan los menonitas a la Argentina por primera vez en 1877: actualmente se concentran en la Colonia Nueva Esperanza en La Pampa y en otra colonia en Las Delicias, Santiago del Estero.


En un principio, la distancia parece infranqueable y no se sabe quién se incomoda más —si ellos o uno, que cree que por haber crecido en una gran ciudad nada le puede extrañar— pero es sólo cuestión de tiempo encontrar algún simpático que se muestre curioso. Cuando no teníamos la más mínima idea de cómo íbamos a salir de ahí ni qué hacer a continuación, los eventos se trenzaron de forma tal que terminamos recorriendo los distintos campos. Pudimos entrar a varios talleres y ver los excelentísimos trabajos de carpintería, como también probar los quesos, que son su especialidad, y hasta tomar unos mates durante una pausa en el trabajo. El misterio no se resuelve, se profundiza al entender que son gente de carne y hueso, que trabaja, reza y tiene sus virtudes y sus vicios también (hay chismes que hablan de casinos y puteríos). Por un lado se puede pensar que son fundamentalistas atrasados que condenan a sus mujeres e hijos a la opresión patriarcal y la ignorancia; que no enseñar la teoría de la evolución en la escuela nunca puede ser bueno; o que falla su modelo al seguir dependiendo del dinero. Sin embargo, acostado en la caja de una Ford F100, mirando las nubes y la ruta camino a Coronel Suárez, se puede reflexionar que, mientras nosotros nos enfrentamos día a día a un mundo que colapsa, donde el agua, el aire o inclusive un poco de paz son servicios cada día más caros en nuestras ciudades superpobladas, ellos viven honradamente de sus propios frutos que cosechan con sudor y esfuerzo y así son felices. Repito: con más dudas que respuestas se acabó mi aventura. Ahora queda en ustedes investigar sobre la interesantísima historia de los reformistas revolucionarios que quisieron traer el Reino de Dios a la tierra con sangre y fuego, y sobre las comunidades que quinientos años después intentan vivir rechazando los lujos vulgares. O inclusive, si se animan, pueden hacerles una visita.
El hermoso encadenamiento de hechos del día me dejó finalmente en Coronel Pringles, justo para tomar el tren que pasaba a las 23:45 con destino Constitución. Los boleteros, evangelistas, nos dijeron tras una charla a mi compañera y a mí que paguemos el pasaje hasta Olavarría, que si nos hacíamos los dormidos no pasaba nada. Que sólo nos faltaba “cargarnos la cruz”, que todo lo demás ya lo estábamos sintiendo: lo importante es ser bueno y hacer el bien a los demás, Dios es amor y sólo eso.



Fotografía por Federico DalmazzoAbril 2014