La ciudad enferma

escribe Matías Rodríguez F.▹
La epidemia de fiebre amarilla que afectó a Buenos Aires en 1871 mató a cerca de catorce mil habitantes y marcó un quiebre en el desarrollo de la fisonomía urbana. En una ciudad ganada por la muerte, un cementerio que tenía sólo cinco años de vida colapsó y dio lugar al nacimiento de una necrópolis, al oeste de la joven ciudad.



Porque la entraña del cementerio del sur fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta; porque los conventillos hondos del sur mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte, a paladas te abrieron en la punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
Jorge Luis Borges[1]

La epidemia de fiebre amarilla que afectó a Buenos Aires en 1871 mató a cerca de catorce mil habitantes y marcó un quiebre en el desarrollo de la fisonomía urbana. En una ciudad ganada por la muerte, un cementerio que tenía sólo cinco años de vida colapsó y dio lugar al nacimiento de una necrópolis, al oeste de la joven ciudad. Los conventillos y los hogares populares de los barrios sureños de Montserrat y San Telmo fueron los más afectados.
El verano de 1871 sería una pesadilla para las clases populares de la creciente ciudad de Buenos Aires. Desde febrero de ese año, una epidemia de fiebre amarilla comenzó a expandirse por la ciudad dejando saldos catastróficos. El periodista catamarqueño, Mardoqueo Navarro, relata en sus crónicas —una de las principales fuentes sobre esta peste en la capital— el comienzo del desastre:
“Febrero 5. Noticia de la fiebre en Corrientes. Cuarentena en Montevideo. Fiebre amarilla: primer caso según las listas primitivas.”[2]
Esta enfermedad tuvo precedentes antes de arribar al Río de la Plata. En Río de Janeiro, capital del (por aquel entonces) Imperio del Brasil, se habían manifestado algunos casos de fiebre amarilla. Durante 1870, se detectó un foco en la provincia de Corrientes, meses después de finalizada la Guerra de la Triple Alianza, en la que el río Paraná se tragó a muchos de los caídos y los sobrevivientes retornaban a sus hogares. A medida que avanzaba febrero la situación en el Río de la Plata se iba tornando peor. En parte, porque la epidemia tuvo un terreno fértil sobre el cual desarrollarse. En la segunda mitad del siglo XIX, finalizado un largo período de desestabilizaciones políticas internas, el país, y la ciudad de Buenos Aires en particular, experimentaron un crecimiento sin igual. Entre 1869 y 1914, la población urbana total aumentó de 600.000 habitantes a más de 4,5 millones. Buenos Aires, una de las principales urbes junto a Rosario y Córdoba, fue el epicentro de esta expansión en la que la inmigración europea, la agricultura y la ganadería tuvieron todo que ver. Su puerto, durante esos años, fue el eje principal de intercambio de materias primas con las metrópolis europeas y el gran destinatario de todo el capital que ingresaba por esas transacciones. Los movimientos migratorios desde el viejo continente (en la década del setenta el 50% de la población porteña era extranjera) fueron transformando a la ciudad y a algunas viejas costumbres criollas[3]. Un millar de inmigrantes, en su mayoría italianos y españoles, desembarcaron y se asentaron en la ciudad a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El gran aumento poblacional dio gran dinamismo a la economía, robusteció el mercado interno y requirió una mayor demanda de bienes de consumo extranjeros, fruto de las costumbres de los recién llegados. Sin embargo, este veloz crecimiento urbano trajo consigo otro tipo de inconvenientes. La infraestructura de la ciudad quedó atrasada en función de la cantidad de habitantes: surgieron conventillos como forma de vivienda, las condiciones sanitarias empeoraron notablemente, y había un escaso control sobre la contaminación de las nacientes industrias —saladeros y mataderos— que, apostadas sobre la rivera del Río Matanza-Riachuelo, arrojaban todos los desechos de su producción al agua.
Llega el 8 de febrero y la ciudad comienza a inquietarse por la aparición de nuevos enfermos. Las crónicas diarias de Navarro dan la pauta de que la situación comienza a empeorar. El 8 de febrero se lee:
“Febrero 8. La prensa diaria aumenta sus denuncias. Propaganda contra los conventillos, los cuarteles y el Riachuelo.”[4]
Al sur de la ciudad, en los barrios de San Telmo y Montserrat, la fiebre afecta los conventillos donde parte de la población más pobre, en su mayoría extranjeros, vivían hacinados. La psicosis va en aumento. Los diarios de la época buscan las razones del desastre en el estado del Riachuelo y la contaminación de los saladeros; mientras en la ciudad aumenta la xenofobia contra españoles e italianos, a quienes se acusa de ser causantes del desastre: buena parte de las clases acomodadas de Buenos Aires tenía sus casonas en estos barrios. Durante febrero, pero con mayor intensidad en marzo, las elites porteñas que vivían al sur de la ciudad comienzan a emigrar hacia el norte y oeste para ponerse a salvo del foco de la peste. El movimiento interno cambiaría para siempre la fisonomía que cobró la ciudad en adelante y durante todo el siglo XX. Otros habitantes directamente decidieron abandonar la ciudad. Domingo Faustino Sarmiento y Adolfo Alsina, presidente y vicepresidente de la Nación, dejaron la ciudad a mediados de marzo y fueron duramente criticados por los diarios La Prensa y La Nación.
Años antes, en 1866, fruto de la peste de cólera que provocó más de seiscientos muertos, se inauguró el Cementerio del Sur en lo que hoy es la intersección de la avenida Caseros y Monasterio. Durante la epidemia de fiebre amarilla, la gran cantidad de cadáveres saturó rápidamente la necrópolis. Las autoridades debieron buscar otro lugar para instalar un cementerio y deciden que al oeste de la ciudad, en la chacrita, el campo de deportes del Colegio Real de San Carlos, se instale un nuevo cementerio que luego conoceremos como el Cementerio de la Chacarita. Primeramente, se asentó en el predio que hoy ocupa el Parque los Andes; en 1886 la municipalidad decide cambiar su ubicación y otorgarle los terrenos en los que hoy está alojado. Dada la cantidad de cadáveres que debían trasladarse en plena crisis, había un servicio especial del ferrocarril que viajaba diariamente hasta el nuevo cementerio desde el centro de la ciudad.
Llega abril y el peor momento de la epidemia. El día 10 mueren en Buenos Aires 563 personas. En los diarios se leen avisos publicitarios que ofrecen viviendas fuera de la ciudad:
“Para pobres y ricos terrenos en Floresta a los que nunca llegarán ni el cólera ni la fiebre amarilla”.[5]
La epidemia de fiebre amarilla abandonaría la ciudad de Buenos Aires recién en mayo. Lo que esta peste dejó en evidencia es que, en la naciente República Argentina, y frente al gran crecimiento experimentado en Buenos Aires, el Estado todavía no tenía la injerencia necesaria sobre la política pública para evitar una crisis de estas características. El nivel de hacinamiento en los conventillos al sur y las pocas políticas sanitarias y de prevención en materia de salud vieron la luz con la epidemia en 1871. Disminuidos los efectos de la fiebre amarilla, no hubo grandes cambios para evitar futuros focos infecciosos. Hasta 1916, el sistema de elecciones estaba regido por el fraude. Recién en la década de 1910, los hijos argentinos de los inmigrantes del setenta y ochenta harían escuchar sus reclamos. La Ley Sáenz Peña y la llegada del radicalismo al poder en 1916 comenzarían un intento de transformación del Estado que, aunque todavía muy resistido por las clases dominantes, no llegaría a los niveles logrados por el peronismo en la década del cuarenta. Por citar un ejemplo, buena parte de la red cloacal llegó recién a la ciudad en la década del veinte y el treinta del siglo XX.
Aún hoy, algunas zonas del conurbano bonaerense y sectores postergados de la ciudad de Buenos Aires no tienen cloacas y la cuestión del acceso a la vivienda sigue siendo un problema serio en el país. El Estado, con todos sus instrumentos, deberá aportar en las próximas décadas lo que falte para cubrir estas necesidades: desde créditos a tasas accesibles y plazos razonables hasta viviendas públicas donde haga falta. Hay pocas formas de transformación social y de distribución de la riqueza de magnitudes tales como que un grupo familiar alcance la vivienda propia.


[1]Borges, J. L., Muertes en Buenos Aires, en “Cuadernos de San Martín”, 1929.
[2]Navarro, Mordoqueo. Diario de la Epidemia de Mardoqueo Navarro, en “Anales del Departamento Nacional de Higiene”, 1984.
[3]Hora, Roy. Historia económica de la Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2010.
[4] Navarro, Mordoqueo, Op. Cit.
[5]Diario La Nación, edición del 4 de marzo de 1871.

Ilustración por Julián Rodríguez F.Mayo 2014