A través del caleidoscopio

escribe Juana Sorondo▹
Continúan las colaboraciones: ¿autoconocimiento o pasatiempo? Siguiendo el ejemplo de Ítalo Calvino presentamos las tierras del Caleidoscopio.


En su libro Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino[1] enumera las ciudades por las cuales Marco Polo ha pasado, que de tan increíbles se han tornado invisibles, y que repone a Kublai Kan, emperador de los tártaros. Lo leí poco después de terminar un taller en el cual la consigna era —nada más y nada menos— “inventá tu propio mundo”, usando palabra, dibujo y un cuadernito de ideas sueltas (que había que llevar siempre encima, porque las mejores ideas surgen en los viajes en colectivo, en la cola del súper o en el medio de una clase)[2].
Las ciudades y los mundos invisibles trasladan lejos lo que se tiene cerca. Reflejan deseos, preocupaciones y manías. Son una forma de catarsis, o de persistir en la obsesión, como quiera verse. Parte de mis propias obsesiones se relaciona con los caleidoscopios.

I. EL PRIMER VIAJERO

Imagínese un viajero. Recorre montañas, implacables desiertos; navega océanos, remonta ríos. Y, finalmente, arriba al esperado puerto. Abre la puerta y descubre. Pero ¡cuidado! Si se adentra el viajero en las tierras del Caleidoscopio, difícilmente pueda encontrar su camino de regreso. Esto no se debe necesariamente a las maravillas que encuentra, que lo abruman y retienen sin que pueda decidirse a desandar el camino. El problema es, justamente, que no existe camino de vuelta. Tras los pasos del viajero, la tierra se cierra, muta de color y forma, borrando las huellas y sendas tomadas, imposibilitando el regreso.

Debería aclararse, en este punto, que el nombre de “tierras del Caleidoscopio”, como se decidió llamarlo, no conviene estrictamente a este territorio; no se trata más que de un nombre provisorio. Un mundo como éste, gobernado por la lógica caleidoscópica, se resiste a ser nombrado. Las letras de la palabra elegida por el descubridor se reubican de forma constante, como si jugaran al anagrama azaroso, formando otras palabras, que lo mientan de igual manera. Se ha llamado, algunas veces, Dolciposcoia; otras, Ceidaicolpso. También Closcapeidilo, Eiadlcosopio, Aicdospoclio, Pelaicosido. Pero nuestro viajero es un tanto pedante, y no lo advierte, demasiado ocupado en realizar su crónica de forma adecuada. Prosigamos.

Los paisajes se extienden ad infinitum, con ondulantes formas geométricas. El viajero admira el paisaje dispar y asimétrico, producto del azar del movimiento; pero, ¡gran error!, pestañea: el paisaje, para su sorpresa, ha cambiado. El ingenuo viajero cree estar soñando, o duda de su capacidad de observación: no había notado aquella ondulación del terreno, ni aquel valle, ni bosque, ni aquella planicie. Otro pestañeo: la geografía del paisaje es nuevamente otra ante sus ojos. ¿Qué ocurre? ¿Por qué nada permanece en su lugar? El viajero no puede hacer más que avanzar, pero ¿qué es avanzar cuando no hay senda que tomar, que dure más que un parpadeo? ¿Cómo hacerlo, en un laberinto de formas geométricas, siempre en movimiento detrás de las espaldas del viajero?
El paisaje parece buscar entretener al viajero con el juego de las estatuas: permanece inmóvil mientras éste lo observa; cambia de posición cuando este cierra, por una milésima de segundo, los ojos. Nunca puede, pobre desesperado, ganar: el paisaje y su lógica maligna de perpetuo movimiento tienen todas las cartas a su favor. ¿Puede el viajero sobrevivir en un entorno tan poco misericordioso, que no le permite aferrarse a nada, y que es constantemente otro? Las combinaciones posibles de las formas que componen el paisaje son infinitas; las probabilidades de reencontrar una composición conocida, casi nulas. La vida del viajero se extingue lentamente. Finalmente, muere y es tragado por la tierra, que se arma y desarma a su antojo.

II. EL MUNDO EN EL ABISMO

Nada hay en el mundo del Caleidoscopio que sea durable, permanente o fijo. Todo se encuentra en constante mutación: la materia pareciera verse irremediable e inconteniblemente atraída por la creación constante de nuevas formas.

La vida como solemos entenderla parecería imposible en este medio: de ahí la muerte del viajero y de todo aquel que ha osado, alguna vez, adentrarse en estas tierras. En efecto, la vida parecería requerir de algo seguro, de un piso sólido en el cual asentarse. ¿Podríamos vivir nuestra vida cotidiana si el camino de la cama al baño, del baño a la cocina, de casa al trabajo, del trabajo a casa, cambiara constantemente? De hecho, ya no podría hablarse de cama, baño, cocina, casa, trabajo: la identidad de lugares y objetos se encuentra ligada a una cierta permanencia. Si nada permanece, entonces, ¿qué es cada cosa? Las “cosas” ya no son tales: se mezclan, se entrelazan, bailan y se abrazan. Se separan, se vuelven a juntar: no son cosas separadas ni separables, sólo momentáneamente. Un objeto —pongamos, una llave— que se ha caído al suelo y perdido de vista por un segundo ha mutado, se ha entrelazado con las baldosas, luego con la planta, que ya no es planta, sino columna, que ya no es columna, es un árbol que crece, se alía con la pared, rompe el techo… (¿Qué techo?). En el proceso de buscar las llaves perdidas, descuidando toda la casa, ésta ha desaparecido. No hay nada alrededor, más que formas geométricas irreconocibles, nuevas, escalofriantes.

Y, sin embargo, allí donde la vida no puede ser concebida, en la tierra del paisaje que cambia infinitas veces, todo crece, se multiplica, se concentra, se desenvuelve, se reagrupa: todo vive. La materia se desplaza a su antojo, con voluntad propia, movida por el deseo imposible de ser siempre otra, y así, siempre insatisfecha, dibuja irretenibles formas que maravillarían al viajero que ya se ha dado por vencido, si se limitase a disfrutar de la vibrante energía que lo rodea.
Otra forma de vida, más compleja, también ha logrado perpetuarse en la tierra de las formas cambiantes. Las diferentes especies que habitan este mundo han desarrollado diferentes estrategias de fijación del entorno. La evolución les ha legado formas extrañas. Con la ayuda de ventosas, garras y largas extremidades, algunas se aferran a las superficies en movimiento. Otras poseen infinidad de ojos, y algunas son transparentes.
Las criaturas más avanzadas se han reunido en comunidades, y creado colmenas en las cuales insomnes vigilantes observan fijamente el paisaje para impedir que cambie. En vano han buscado un patrón en los cambios. La tarea científica en el territorio es inagotable. Algunos de sus habitantes, desolados, se lamentan y declaran la inutilidad de toda Ciencia; otros, incansables, se embargan en la quijotesca tarea de explorarlo todo una y otra vez.

III. FIN DE LA METÁFORA

Como decía al principio, el mundo inventado, invisible, no es nunca tan original como quisiéramos. En realidad, es sólo una versión desmedida (y no tanto) del nuestro, o de algunas versiones del nuestro. ¿Hay algo permanente en el mundo que nos rodea, que se mantenga siempre igual? Si bien el lector comprueba que puede encontrar con mayor o menor facilidad una llave perdida, deberá admitir, quizá con pesar, que nada de lo que lo rodea ni fue ni será siempre como lo ve hoy. Esta premisa básica que rige nuestro mundo no es, sin embargo, bien aceptada. Parecería que no podemos concebir este hecho; nos enloquece y buscamos desesperadamente una solución. Construimos edificios, laboratorios, puentes, barcos, escuelas, instituciones, bibliotecas, registros, anales, sótanos, monumentos, plazas, diques, puertos; ladrillo sobre ladrillo. Calvino imagina, en Las ciudades invisibles, una ciudad llamada Tecla, que se desmoronará apenas terminada su construcción. ¿Serán nuestras ciudades como Tecla? ¿Qué ocurrirá cuando nos demos vuelta, cuando se ubique el último ladrillo? Todo se reduce a esto: ¿Cuán estables son nuestros edificios? ¿Y nuestras ideas? ¿Y nuestras convicciones? ¿Y nuestros “felices para siempre”? ¿Y…?

El viajero que busca colonizar con edificaciones sólidas y fundamentos irrompibles se hunde en la desesperación y perece sin remedio en las tierras del Caleidoscopio. Preferiría imaginar, sin embargo, que no es ésta la suerte reservada a todos los extranjeros. Imaginemos un viajero diferente, que pueda aceptar la lógica de este mundo y jugar con ella. Jugar con lo impredecible, con lo mutable, con lo que mañana no será, y dará lugar a lo que todavía no es, a lo que quizá, tal vez, acaso, a lo mejor… y así, hasta el infinito y más allá. Este nuevo explorador se deleita con la renovación diaria del asombro. La puerta está siempre abierta: ya no es más puerta.
 

[1] Agradezco a Nicolás Piva, parte del Grupo El Pez, por introducirme al maravilloso mundo de Calvino.
[2] Taller de inventores de mundos, de la mano de la genial ilustradora Vero Gatti.


Ilustración por Julián Rodríguez F. Septiembre 2014