Atrapados en el Paraíso

escribe Urco▹
Las tragicómicas aventuras de Urco. Nuestro montañista poco precavido trata de llevarnos de viaje y de repensar uno de los momentos más vertiginosos de su vida.
El Monte Calvario entregó su nombre a la posteridad cuando en el año 33 D.C. cedió sus tierras para alojar la crucifixión más famosa de la historia occidental. Cristo, más conocido como Jesucristo o simplemente Jesús, fue crucificado en el Monte Calvario o Gólgota acompañado de dos ladrones, que pagaron sus culpas con la muerte. Antes de morir, Cristo alcanzó a preguntarle a Dios el motivo de su abandono, sin encontrar respuesta alguna.
Bien, esto era un Calvario. No estaba en Jerusalén, sino en la Cordillera de los Andes pero  ciertos detalles me recordaban aquella historia; tampoco habían condenado a Jesús, ni mucho menos a dos ladrones (además, ¿cómo iba a hacer eso la justicia rionegrina?). Luego de los dos mil años que pasaron desde la muerte de Cristo, el ‘calvario’ se ha usado también para caracterizar los momentos de la vida en donde todo se transforma en un suplicio. Mi viaje se convirtió en un calvario en el momento en que una serie de infortunios decidieron ponerse de acuerdo para dejarme unos días justo en el medio de la Cordillera de los Andes: ni Dios, ni el guardaparques sabían de ese recóndito lugar en la montaña, pero eso no significó que estuviéramos solos. De hecho, nunca me sentí tan acompañado en toda mi vida. La abrumadora presencia de la naturaleza pesó sobre nosotros durante los cuatro días que estuvimos varados en la montaña, pesó sobre nosotros con la nieve, el frío y la soledad que sólo una Cordillera capaz de recorrer todo un continente puede dar.
Empezamos la aventura con todas las de la ley. Nos registramos en el Club Andino Bariloche (CAB) para emprender una travesía de cuatro días en la Cordillera de los Andes, que nos llevaría desde Colonia Suiza hasta Pampa Linda, en la base del cerro Tronador. La travesía también llamada el recorrido de las Seis Lagunas nos emocionó desde un principio. En nuestra imaginación se presentaba como el mayor contacto con la naturaleza que uno puede tener —y, de hecho, así fue. Los primeros días de la travesía fueron alucinantes. Cansados, porque había que caminar entre seis y ocho horas por día, nuestra primera noche nos recibió con una luna llena impresionante. Llegamos aproximadamente a las siete de la tarde a la Laguna Negra, donde se encontraba el único refugio de toda la travesía. Posada por sobre las montañas, la luna nos alumbró hasta altas horas de la noche y, más importante aún, alumbró la laguna, los árboles y todo el paisaje que podíamos ver. También esa misma noche me di cuenta que era solamente un principiante en esto de los viajes; por suerte, nos pudimos rodear de gente grande y experimentada que nos compartió sus vivencias y costumbres. ¿Cómo iba a saber yo, con mis veinte años, que tenía que traer un habano para celebrar la mejor luna llena de mi vida? No importa, de todo se aprende. Finalizado el ritual habanero nos fuimos a la carpa y disfrutamos de una noche fría pero hermosa.
Al día siguiente nos enteramos que, con motivo de la luna llena, se iba a organizar una fiesta en el refugio: con batucada, tambores y quién sabe más qué agregados. De repente, el lugar se llenó de carpas, hippies y montañistas. Parecía divertido, pero maduramente decidimos que fiestas podíamos encontrar en cualquier lado y que era mejor seguir camino para disfrutar de una travesía sin vecinos. Bien tempranito, levantamos la carpa y nos calzamos las mochilas que, bien pesadas, llevaban comida para muchos días y abundante abrigo. Efectivamente seguimos camino y la Cordillera fue tomando su aspecto más ‘natural’. A falta de humanos, pajaritos chiquitos, mallines y árboles de baja estatura era lo único que observábamos. Caminamos todo el día, atravesamos un río que descendía por el pedrero de una montaña y llegamos a la laguna más solitaria de toda la travesía, la laguna CAB. Como podía asumirse, toda la gente estaba en la fiesta de la luna llena por lo que disfrutamos sin compañía una noche y un día en esa hermosa laguna.
Cansados y bronceados —pero bien alimentados, nada mejor que un buen desayuno— juntamos las fuerzas necesarias para despedirnos de la laguna. Bordeamos el Cerro CAB y, en ese preciso instante, me di cuenta que el Club Andino Bariloche no había escatimado esfuerzos en nombrar lagunas, cerros y refugios en Río Negro. Nuestra próxima parada no era esta vez una laguna, sino un mallín, dado a conocer como el Mallín del Mate Dulce. (Supongo que, más allá de gustos y preferencias, no quedaba otra opción: no se podía llamar mallín del Mate Amargo).  Por complicaciones técnicas y de orientación no pudimos llegar al mallín ese día. Por lo que acampamos improvisadamente en el valle de una montaña, a unos kilómetros de Mate Dulce.
Día nuevo, borrón y cuenta nueva. Con más ganas que nunca de seguir las pircas, precarias montañitas de piedras que nos indicaban el camino, caminamos bajo el sol todo el día. Al parecer, las nubes que se habían posado en el cielo durante el día, decidieron estar juntas y condensarse para regalarnos una leve garúa mientras llegaba la noche. Una pequeña llovizna, a esa altura y con el clima particular de la cordillera, significaba mucho frío y un paisaje inolvidable. Pudimos juntar un poco de leña y disfrutamos de una preciosa noche refugiados en un bosque lenga.
Ya faltaba poco, dos días de caminata y llegaríamos a nuestra meta sin problema. Podríamos ver el cerro Tronador en toda su inmensidad, descansar, juntar fuerzas y seguir camino a Tierra del Fuego, nuestro destino final del viaje. Si todo marchaba bien, llegaríamos sin problemas a Pampa Linda, aquel valle que espera a los viajeros con el mejor regalo de bienvenida: un hermoso restorán perdido en el medio de la montaña. ¿Usted se imagina? Este oasis culinario es una mina de oro para un lugar donde llegan permanentemente viajeros hambrientos. Queso de vaca, pan casero y, por su puesto, cualquier fritura que uno quiera pedir, son sólo algunos de los platos que transitaron por nuestra mente durante la travesía. Pero hay aún algo más, Pampa Linda tiene las mejores pasturas de la zona. No es que seamos vacas pero asentar la carpa sobre aquél pasto verde y finito nos motivaba a soportar cualquier penuria viajera.
 Sin saber lo que nos esperaba, emprendimos camino para un día largo y tortuoso. Había que subir dos montañas y caminar por sus filos para llegar a la Laguna Ilon, última parada antes de Pampa Linda. Como locos, logramos pasar la primera montaña y decidimos parar para almorzar antes de continuar. En este momento tomamos la peor decisión de nuestras vidas. Ante las gotas que habían empezado a caer decidimos seguir camino, pensando que no tardarían en irse como había sucedido el día anterior. ¡A bancársela! Una vez que subimos la montaña, caminar por el filo se hizo imposible. La lluvia, el viento y la niebla se mofaban de nosotros en aquel lugar: llovía tanto y el viento era tal que tomaba agua involuntariamente a través de la bufanda que me cubría el cuello y la boca. Desesperados, vimos que la lluvia no quería irse y que la noche amenazaba con caer sobre nosotros. Decidimos entonces desviarnos del camino en busca de algún lugar habitable para acampar. No lo encontramos: simplemente por el problema natural que significa un lugar de mucha altura y con gran pendiente. Temblando y con la ropa mojada, armamos la carpa bajo la lluvia en un pequeño refugio de arbustos, que fue lo único que pudimos encontrar.
Con nuestro anafe hicimos sopa adentro de la carpa y, si bien estaba rica, preocupaba la situación en la que nos habíamos metido. La lluvia no paraba y se escuchaba cómo golpeaba el cubretecho permanentemente. Desconfiando de lo que nos iba a pasar, decidimos meternos en nuestras bolsas de dormir y tratar de pasar una noche que amenazaba con ser larga. De pronto, en la madrugada, nos despertó el silencio. ¡El ruido de la lluvia había parado! Nuestra emoción duró hasta que nos dimos cuenta que, por algún misterioso motivo, el techo de nuestra carpa descendía lentamente hacia nosotros y el suelo. Con tibieza —e intuitivamente— decidí darle un pequeño golpe al techo de la carpa, y para nuestra sorpresa se escuchó cómo la nieve salpicaba afuera de la carpa. Sí, la lluvia se había transformado a una de sus composiciones más sólidas y no nos abandonaría por los próximos cuatro días.
Lo primero que hay que hacer en ciertos momentos críticos es analizar la situación y las posibilidades que de ella se desprenden. Ahora bien, nosotros concluimos que estábamos en el medio de la Cordillera, sin ningún tipo de contacto humano y en el medio de una nevada que no tenía razón de ser en esa época del año. El paisaje había cambiado rotundamente o, mejor dicho, había pasado a ser de un color blanco que cubría uniformemente todo lo que podíamos ver. Pasamos aquellos días adentro de la carpa, saliendo sólo para sacar la nieve que se posaba en nuestro cubretecho.  Afuera, en la puerta de la carpa nomás, la nieve nos llegaba hasta la rodilla y era realmente muy difícil caminar sin caerse, a riesgo de mojarse la única ropa seca que teníamos.
Luego de pasar las dos noches más frías, hambrientas y tristes de mi vida, la nieve paraba por momentos de caer. Inocentemente, levantamos la carpa, armamos nuestras mochilas mojadas y subimos erráticamente a la montaña para volver al camino. Una vez en el filo, la nieve llegaba casi hasta nuestra cintura y el camino era imposible de divisar. Intentamos seguir un poco más pero vimos que,  sólo un poco más arriba que nosotros, la nieve juntada en la cima del filo amenazaba con caerse en forma de avalancha ante el más mínimo movimiento. En ese momento aceptamos lo que nos había tocado y volvimos cabizbajos hacia nuestro lugar en la montaña. Comprendimos, a su vez, que estábamos atrapados y que no podíamos disponer con libertad de nuestro tiempo: sólo la naturaleza podía decidir sobre nuestras vidas. Pero lo que hacía todo más triste y bello era el lugar mismo en dónde nos habíamos quedado sin salida. Majestuosa y sutilmente, la nieve acompañaba cada rincón en la montaña; el bosque de lenga, empinado como ninguno, cubría toda nuestra vista entremezclándose con la nieve y los pequeños pájaros del lugar. La cordillera acompañaba todo este paisaje, perdiéndose en la niebla hasta que ya no podíamos verla. Más allá del frío y del miedo, lo que carcomía nuestros pensamientos era la sensación de no poder apreciar el paisaje más lindo que habíamos visto en nuestras vidas. ¡Cómo sufrimos el frío! En perspectiva, creo que si no fuera por ese inconveniente nuestra estadía hubiera sido mucho más amena. Pero había mucho tiempo para pensar y era hora de ponerse a trabajar. Con más atención y paciencia encontramos un lugar más reparado del viento y pudimos ubicar mejor la carpa. Dividimos tareas y a mí me tocó hacer una pared con piedras en la dirección que venía el viento. Mis dos amigos utilizaron un pequeño musgo que crecía en las piedras de la montaña para aislar el piso de la carpa, y para que sea más acolchonadito. Esa noche fue la más fría de todas. No nos dimos cuenta por nosotros mismos —porque ya no sentíamos el frío— sino porque el bidón de agua de tres litros que habíamos dejado a la intemperie se congeló por la noche.
Bien tempranito no pude dormir más. Abrí los ojos y me pareció ver más luz de la que había habitualmente en la carpa. Les dije a mis amigos que había salido el sol pero ellos no me creyeron. Yo tampoco lo creí hasta que salí de la carpa y vi que el cielo estaba más celeste que nunca.  La alegría y la emoción de esa mañana nos sacaron el frío y el hambre que habíamos pasado durante los cuatro días. Aunque, en honor a la verdad, lo que nos sacó el hambre y el frío fueron los mates con torta frita que hicimos después de festejar.
Ese día esperamos a que el sol derritiera la mayor cantidad de nieve posible y a eso de las dos de la tarde ya estábamos listos para retornar al filo de la montaña y al camino. Allá arriba, la nieve llegaba ahora a nuestras rodillas y hasta las pircas podían divisarse si uno estaba atento. Luego de caminar intensamente todo el día, llegamos a Pampa Linda a eso de las diez de la noche, donde esperábamos cumplir con nuestra meta. Una vez en destino, llamamos a nuestras familias para avisar que estábamos bien, aunque nadie se había preocupado salvo nosotros. Claro, no tenían por qué saberlo. En fin, allí nos esperaba la única motivación que mantuvo vivos nuestros corazones durante esos cuatro días, nuestro guía espiritual de toda esa epopeya, lo único en lo que podíamos pensar mientras padecíamos el frío y el hambre: un enorme y voluptuoso plato de milanesa con papas fritas, acompañado de huevo frito y otra ración más de papas fritas. Cerveza, tabaco y un abrazo fraternal, fueron los detalles que coronaron nuestra noche. Después de haber vivido el paraíso —o el infierno— cualquier cosa nos emocionaba. De pronto, cinco grados por la noche era una temperatura agradable para salir a mear a las tres de la mañana, todos los chistes eran graciosos y las chicas que se cruzaban por nuestro camino eran las más lindas de Argentina. Todo era, en definitiva, feliz como en los cuentos de hadas. Fue así que desde ese día en adelante nos limitamos a disfrutar de la tranquilidad del lugar, alimentarnos como corresponde y, más importante aún, despreocuparnos de todo. Pasamos unas semanas más rondando por el Sur, sin destino fijo y tratando de despabilarnos: ese fue el fin de nuestro viaje, que terminó siendo corto pero lleno de sorpresas.
A pesar de todo, el paisaje que vivimos esos cuatro días fue alucinante. Más que nada porque nos sentimos parte de la naturaleza —pero su fracción más ínfima y pequeña. Éramos parte del paisaje, tanto así que casi nos atrapa para nunca más dejarnos salir. No obstante, todas las penurias sufridas no nos permitieron apreciar lo bello de la situación. Ahora, en mi memoria —y en mi casa, con calefacción y todo— puedo recordar tranquilo, pensar y, sobretodo, disfrutarlo.  


AGRADECIMIENTOS ESPECIALES:
  • A mis dos amigos, Ghizzo y Uri, por compartir juntos aquella experiencia que, por fortuna, no fue la primera ni la última.
  • Especialmente a Ghizzo, quien le dio título a esta nota. A la mitad de la noche, largó su frase más espectacular. “Estamos atrapados en el paraíso”, nos dijo. Tuvo y tiene razón, el paisaje más lindo de mi vida.
  • Al cocinero o cocinera que nos preparó aquella milanesa que, al igual que el paisaje que vivimos, “era un poema”.


Ilustración por Julián Rodríguez F.Octubre 2014