De un día para el otro

escribe Ignacio Mozetic▹
Las complicaciones del calendario a lo largo de los años, meses, semanas y días son aquí brevemente descriptas.

El sol ya se había escondido ese cuatro de octubre de 1582 y, como todas las noches, el sacerdote Santiago Martínez de Quijano salió de la Catedral de la ciudad de Burgos por la Puerta Sacramental. Bajó los peldaños de la escalinata, y atravesó la plaza donde, como todas las noches, dejó al mendigo que allí dormía una hogaza de pan que rescató de la cena. Llegó a su morada justo cuando las campanas de la iglesia le indicaron que eran las ocho. Entró a su cuarto, se vistió la ropa de cama y rezó sus últimas oraciones del día. Lo despertaron los cacareos de los gallos y las campanadas de las seis, y la luz del alba le informó sin sorprenderlo que ya era el quince de octubre de 1582.
Ante todo, aclaramos que el personaje no durmió diez días seguidos. Tampoco viajó en el tiempo. Pero algo de eso había. La respuesta la podemos empezar a encontrar mil quinientos años atrás.
En el año 45 a.C., en Roma, Julio César implementó un calendario que llevaría su nombre. En total, los años del calendario contaban con 365,25 días, es decir que cada cuatro años se agregaría un día al año bisiesto. En el año 325, durante el reinado de Constantino, se adoptó el calendario juliano como calendario cristiano, por obra del Concilio de Nicea. Pero no es sino gracias a Dionisio el Exiguo que se introdujo la fecha del nacimiento de Cristo como parámetro para cuantificar los años del nuevo calendario. Un dato curioso es que sus cálculos llevaron un error de unos 4 a 7 años: ¡Esto quiere decir que el nacimiento de Cristo tuvo lugar entre el 7 y el 4 antes de Cristo!
Para continuar debemos volver al futuro, al siglo XVI. Los calendarios presentaban un problema. Veremos ahora una cita que será por demás ilustrativa:
“La estimación del año trópico, que fue la base del calendario juliano, 365,25, era once minutos más larga, lo que equivalía a un día adicional cada 128 años. Hacia 1582 el equinoccio de primavera, que en tiempos de Julio César caía en 25 de marzo, había retrocedido al 11 de marzo. Además, la Pascua, que por decisión del concilio de Nicea del año 345 debía celebrarse el primer domingo después de la luna llena de primavera (es decir, la luna llena tenía lugar el 21 de marzo o inmediatamente después), se alejaba considerablemente de la luna llena.”[1] 
No nos queda más que hacer la cuenta: desde el Concilio de Nicea habían pasado 1257 años, y se ‘perdieron’ a razón de 11,25 minutos por año: en total, se perdieron 14.141,5 minutos, que suman casi diez días. Con la matemática resuelta, el Papa Gregorio XIII, por medio de la bula Inter Gravissimas, ordenó que el día quince de octubre sucedería inmediatamente al cuatro de octubre, y que el día que se intercalaba en los años bisiestos fuera omitido en todos los años centenarios, salvo en los múltiplos de 400.
He aquí la parte más divertida del asunto. Se suele mencionar que Cervantes y Shakespeare murieron el mismo día, el 23 de abril de 1616, pero nadie dice que el primero murió un sábado y el segundo murió un martes. Es que, en Inglaterra, la reforma gregoriana del calendario no sería introducida hasta 1752: o sea que cuando Shakespare murió, Cervantes le llevaba diez días en la tumba. También en Bristol, Inglaterra, cuando se introdujeron las reformas, la lucha de clases se hizo sentir: mucha gente creyó que su vida se acortaría once días y los trabajadores se amotinaron, suponiendo que se les descontarían once días de su salario. Estos lamentables y curiosos motines se llevaron la vida de varias personas. Al otro lado del mundo, en Rusia, la reforma no fue introducida hasta 1918, por lo que la Revolución de Octubre de 1917 —del calendario juliano— ¡sucedió en el Noviembre gregoriano!
Ya podemos volver a nuestra historia sin desconcertarnos. El sol ya se había escondido ese cuatro de octubre de 1582 y, como todas las noches, el sacerdote Santiago Martínez de Quijano salió de la Catedral de la ciudad de Burgos, por la Puerta Sacramental. Bajó los peldaños de la escalinata, y atravesó la plaza, donde, como todas las noches, dejó al mendigo que allí dormía una hogaza de pan que rescató de la cena. Llegó a su morada justo cuando las campanas de la iglesia le indicaron que eran las ocho. Entró a su cuarto, se vistió la ropa de cama y rezó sus últimas oraciones del día. Lo despertaron los cacareos de los gallos y las campanadas de las seis, y la luz del alba le informó sin sorprenderlo que ya era el quince de octubre de 1582. 
 

[1] Whitrow, G.J.; El tiempo en la historia; Crítica, Barcelona, 1990.

Ilustración por Laura DesmeryOctubre 2014