Simón, el ruso

escribe Ignacio Mozetic▹
¿Qué pasó el 14 de noviembre de 1909? Moze sigue de cerca a uno de los personajes más peculiares de la historia de nuestro país en uno de los episodios clave de su vida.
El ruso se aferra de nuevo al paquete como si se le fuera a resbalar de sus manos empapadas del sudor. Se transparenta el papel madera por la transpiración de las nerviosas zarpas que lo sujetan. Flaco, rubio con poco bigote, vistiendo un saco azul, un chaleco negro y un sombrero, no se distingue aún en el barrio de la Recoleta, que lo recordará temeroso por incontables décadas. Es catorce de noviembre de 1909, y desde el ocho de ese mes, día en el cual renunció al taller mecánico donde trabajaba, estuvo persiguiendo al jefe de policía en una secreta persecución que lo llevó a la esquina de Callao y Quintana. Y es que esa mañana supo que su presa asistiría al funeral del señor Ballvé, ex director de la penitenciaría nacional, por medio del matutino “La Argentina”, que, sin saberlo, lo había condenado a muerte.
El lejano ruido de los disparos lo rapta a sus más lúgubres recuerdos, esos de cuando el pasado primero de mayo concurrió a Plaza Lorea con alegría libertaria para recordar a los Mártires de Chicago. Banderas rojas y negras se veían a la distancia en la concentración que, poco a poco, se nutría con filas de las distintas organizaciones anarquistas que iban llegando. Niños sostenían estandartes que rezaban consignas combativas y sus compañeros entonaban cánticos ácratas que anunciaban la utopía que, desde niño en su Rusia natal, había conquistado su corazón. Ahí habían estado, apostados, una desproporcionada cantidad de policías. Sin hacerse esperar demasiado, llegó a Avenida de Mayo el tristemente célebre jefe de policía, y se plantó ahí nomás, erguido, con su aspecto torvo e inexorable. La multitud lo reconoció. “Es Ramón Falcón, el responsable de la brutal represión durante esa jornada heroica que fue la Huelga de Inquilinos, —escuchó decir el ruso— esa que protagonizaron las mujeres y los niños enfrentando a la policía con piedras y agua hirviendo”. La multitud empezó a arrojarle insultos y a dedicarle silbatinas. “¡Abajo el coronel Falcón!” decían algunos, “¡Mueran los Cosacos!” gritaron otros, aludiendo a la policía zarista, esa que a nuestro personaje le había marcado el pecho con una cicatriz que lo acompañaría hasta el día de su muerte, y lo había condenado a cuatro meses de prisión durante una manifestación por la reducción de la jornada laboral. Pero el tosco coronel sostenía su imperturbable posición, sardónico, disfrutando los insultos de esos anarquistas despreciables, azuzando con su imperturbabilidad a la multitud indignada. La jauría de policías aguardaba impaciente la orden del coronel, quien complaciente con sus subordinados cedió con la orden de un fuego que sin tregua embistió a los salvajes anarquistas. Nunca olvidaría las imágenes que sucedieron. La gente aterrada corría y se atropellaba. Un policía sableaba a una jovencita de dieciséis años alimentando esos charcos de sangre que manchaban las veredas. Un niño aterrado lloraba a su abuelo herido, le sostenía la cabeza y le miraba los ojos que se apagaban a medida que la vida se escapaba escurridiza. Cinco muertos. Cinco muertos y decenas de heridos dejó el jefe de policía, que ni siquiera sería llevado a juicio, y que luego de las huelgas proletarias que pedían su renuncia, seguiría a la cabeza de la institución represiva, apoyado por el sector empresarial y político. Y casi volviendo a oler ese lesivo aroma a pólvora y a sangre, el espanto lo rescata del arrebato y lo devuelve a la esquina de Callao y Quintana.
El ruso se palpa en la cintura el revólver imitación Smith & Wesson y la pistola Browning que tenía en caso de emergencia. Llevaba cuarenta y dos proyectiles. Decidido a cumplir con la entrega, se aseguraba transmitir el mensaje pese a cualquier eventualidad. Pero no va a utilizar las pistolas como él creía. Luego de cumplir con su cometido, se va a dar a la fuga corriendo hacia el bajo por Callao, perseguido por una horda de policías. Doblará por Alvear en dirección hacia Ayacucho, donde perdido y acorralado, llevará su mano a su cintura, sacará uno de sus revólveres, lo posará sobre su pecho y se dará dos disparos en el pecho —pues el primero no saldrá al fallar el fulminante—, no sin antes gritar románticamente “¡que viva la anarquía!”. Una vez curado, en el hospital Fernández logrará zafar nuevamente de la muerte por fusilamiento por ser menor de edad, pero será condenado a la agonía perpetua de la reclusión en el penal de Ushuaia, agravada por los veinte días de aislamiento total a pan y agua en los aniversarios del atentado[1].
Un carruaje sale del cementerio y toma Quintana en dirección hacia el sur, donde se encuentra el ruso. Sin tener tiempo para pensarlo, ve pasar por delante suyo el carruaje en cuyo interior viaja el coronel Falcón con su joven secretario Lartigau. Y corre, y se da velocidad impulsándose con las imágenes de aquella feroz represión del primero de mayo. Los tiros. Las corridas. Un niño que se miraba espantado su pierna que había sido baleada. La injusticia y la impunidad de esas muertes que aún Falcón no había pagado. Isidoro Ferrari, el cochero, no entiende por qué ese tipo con aspecto de ruso corre al lado del carruaje; ¿se había caído algo? Y Simón Radowitzky corre, y alza su brazo que sujeta la bomba envuelta en papel madera, y lo arroja con toda su furia entre las piernas de Falcón. Aturdido, agitado y con sensación de irrealidad mira la explosión, esa que representa la ira popular que acaba de hacer justicia, y queda paralizado. Mira los cuerpos del jefe de policía y su secretario en agonía, sin saber que Falcón será recordado por el Estado y la burguesía con calles, monumentos, placas y homenajes; sin saber que el nombre de Simón Radowitzky será recordado como un héroe de la clase obrera, con pintadas en los monumentos de su ajusticiado Falcón que rezan desafiantes “Simón Vive”, con libros, canciones y notas en revistas. Sin saberlo, Simón Radowitzky acaba de hacer historia.
 

[1] La estadía de nuestro personaje en el penal da para otra nota. Se fugó del penal, y fue encontrado por la policía chilena en la ciudad de Punta Arenas, y devuelto a la penitenciaría ushuaiense. Más tarde fue indultado por Hipólito Yrigoyen cediendo ante la presión de 21 años de lucha de sindicatos y agrupaciones proletarias por su liberación.

Ilustración por Julián Rodríguez F.Enero/Febrero 2015