Detrás de escena

escribe Antonio Doval▹
Tras bambalinas, Antonio se pregunta para qué asistimos a mega-recitales donde no abundan las sorpresas.



Para cualquier amante de la música, ir a ver un concierto es un placer. El sonido en vivo es más real, más lleno, más total. En una era en que la música se aparece por todos lados, pero siempre reducida, compactada, banalizada, el momento de la cosa en sí es de un goce distinto. Nadie discutirá que la música personificada en los propios artistas vale más que cualquier archivo de audio, o que cualquier video en Youtube, por más calidad que tenga. Más aún para un músico, de cualquier lado del escenario, el momento de un (buen) concierto es un momento de empatía, de admiración, de aprendizaje incomparable. Pero, ¿hasta qué punto?

Sábado, diez de la noche: entro a trabajar. Uno, dos, tres, cuatro escenarios. Locura de gente. Preguntando el camino cada cien metros, llego al detrás de escena y me indican dónde está la cocina. Tengo que pasar por el campo: hasta donde me da la vista veo público emocionado, un verdadero mar de gente. Le muestro la pulserita de color al guardia, que no puedo pasar, que sí, que tengo que laburar acá, que no, que yo también estoy laburando, que estoy con ella mirá, con quién, que sí que está conmigo, que ah, bueno, pasá.
Se respira estrés, la gente va de acá para allá y si te ven parado te mandan a hacer algo. Por suerte llegué temprano y tengo un ratito de calma antes del huracán. Me hago el boludo y voy a tratar de ver algo en esta media hora que tengo. Entre el público me siento raro, miro a mi alrededor y pienso que cada cabeza es una entrada pagada, una torta de guita. De repente me parece ridícula la idea de tener que pagar para estar acá, a trescientos metros del escenario donde un viejo hace covers de sí mismo con un sonido que suena exactamente como en el cidí, aunque he estado de ese lado no pocas veces. Todos sabemos eso, pero hacemos como si nada. Hace poco alguien me hablaba de un concierto en que el sonido estaba pésimo pero nadie se molestaba, porque total, decía, escuchan en su cabeza el cidí, se lo imaginan. Me acordaba de esa anécdota mientras miraba al público, dando la espalda al escenario. Todos están actuando: los músicos hacen como si esto no fuera una obra de teatro sino un recital de rock, el público hace eco de eso haciendo como si estar en el concierto tuviera un valor superior, una mística que quién sabe dónde quedó realmente.
Ya se me acabó la joda y vuelvo a la cocina. Los músicos se están yendo y tengo que empezar. Detrás de escena es una obra distinta, donde el público son los músicos y el resto se encarga de hacer como si aquellos fueran realmente la gente más importante del planeta. A mí me toca montar parte de la escenografía: los camarines. No hay muchas sorpresas, algún alcohol caro, alguna golosina importada. En general todo limpio y ordenado, salvo uno que otro pendejo que hace quilombo. Me indigno un poco porque los camarines de los gringos son el doble de los de los nacionales, pero me conformo pensando que, al menos, se limpian más rápido.
¿Para qué va la gente a estos recitales? O mejor, para no hacerme el desentendido, ¿para qué vamos a estos recitales? Ya las últimas veces que había ido había sentido cierto malestar, cierta incomodidad al estar sentado en una butaca viendo más las pantallas que el escenario, o saltando entre el público viendo las cabezas sudadas del resto. Pero realmente ahora se me hace más fuera de lugar que nunca, no lo entiendo. No digo que el rock haya muerto ni ninguna de esas grandilocuencias. En realidad quiero decir que hacemos mal en ubicar al mega show de rock en la misma categoría que un recital en un bar o un concierto en un teatro. Estos eventos se parecen más a una mezcla entre una obra teatral y una ceremonia religiosa. Mientras unos repiten la misma obra que ayer y que mañana, en Londres o Singapur, todo el público canta al unísono canciones que ya saben y todos saltan abrazados unos con otros en comunión y celebrando algo más grande: ¿el rock? ¿El pop? Qué se yo.
Ocho de la mañana termino de hacer todo, camino medio zombie hasta el tren, no sé cómo me despierto justo en mi parada, llego a casa y finalmente caigo rendido en mi cama. Hasta el otro día. Esta vez ya sé el camino, y conozco a los de seguridad, que me dejan pasar sin más problemas. Otra vez estoy un poquito temprano y me siento un rato afuera con mi compañero de ayer, mientras él se fuma un pucho y yo abro una gaseosa. Un poco por ansiedad un poco por nervios, tamborileo los dedos contra las rodillas, a lo que mi compañero, al toque, me pregunta si toco la batería. Sí, le digo, y me dice que él toca la guitarra, y que si me gusta el jazz. Y claro, le digo. En ese momento justo nos interrumpen porque hay que llevarles bebidas a no-sé-quién. Después charlamos.
Entre idas y vueltas sigo pensando, no es que el rock sea una mierda y el jazz o el folklore la posta. Lejos estoy del esnobismo o la patriada. Cada música expresa algo distinto, y a mí Pink Floyd o Deep Purple no dejan de emocionarme cada vez que los escucho. Hay rock trucho como lo hay en todo género. No hablo entonces de la música en sí misma, sino de la experiencia de escucharla. En los últimos años de su carrera, los Beatles dejaron de hacer conciertos y pasaron a enclaustrarse en el estudio. Me pregunto entonces si eso no muestra que el rock en algún momento dejó de ser para escuchar en vivo y pasó a ser una experiencia distinta, para ser reproducido más que tocado. Muchísimas bandas graban más en el estudio de lo que pueden tocar en vivo, solos de guitarra duplicados, pistas invertidas, varias líneas de voces grabadas por la misma persona. Ni hablar de que precisamente en los camarines que estoy limpiando hay más DJs que instrumentistas propiamente dichos. Otra vez, no trato de hacer como Pappo que decía que se vayan a aprender a tocar la guitarrita, pero su música es netamente hecha por una máquina. No hay más reproducción que esa.
¿De qué vale ir a escuchar eso? ¿Ver al artista en persona? Ni hablar, tenés suerte si llegás a estar a cien metros, y si no, mejor que te conformes con las pantallas. Hasta eso es reproducción. El valor debe estar entonces en la experiencia en sí: ir hasta allá, ponerse la camiseta de la banda, estar rodeado de otros fanáticos, saltar, gritar. Sería casi lo mismo si estuvieran solo los parlantes y las pantallas, sin escenario. ‘Casi’: porque faltaría sólo la pantomima de que todo eso tiene origen en personas reales, hombres y mujeres que viajan, tocan, saltan, comen y usan camarines que gente como yo tiene que limpiar. Puede ser entonces que haya música que vale tocada en vivo y música que no. Música presentada y música representada. Porque muchas veces, y en situaciones diferentes, sí es cierto todo lo que decía al principio, del encuentro entre el músico y el público. Y ese es un momento hermoso. Distinto, sí, pero tan lindo como poner un disco de Led Zeppelin.
Ya estamos terminando de limpiar todo, solo queda una banda que no se quiere ir de su camarín. Otra vez nos sentamos, cansados, mi compañero y yo, a charlar. Retomamos la charla musical, cada uno pregunta hace cuánto toca, qué toca, qué tocó, donde estudió. A pesar de una considerable diferencia de edad, compartimos bastante los gustos. Como es costumbre, hacemos un ping-pong de nombres de bandas y músicos: que claro, que ese es genial, que uh, que a ese no lo conozco, etcétera. Hablamos de lo difícil que es salir a tocar al principio, de que muchas veces los lugares te cagan. A veces hasta te quieren cobrar la birra, bromea mi compañero. Los dos nos reímos de la ironía de la charla y la situación. Nos llaman gritando para que limpiemos el último camarín.
Quedamos en juntarnos a tocar algún día.


Ilustración por Natalia ForésMarzo/Abril 2015