Malvinas

escribe Adriana Bruno▹
Nosotros, militantes de izquierda, ¿quiénes éramos? ¿Qué estábamos haciendo ahí? ¿Cuánta muerte más iba a ser suficiente?” De Tres Para el Pez a redactora invitada, Adriana nos cuenta su relato sobre Malvinas.




2 de abril de 1982. La joven cronista que era yo por ese entonces (contra mis históricos principios esta nota será narrada en primerísima persona), compartía una tarde soñada frente a las Cataratas del Iguazú, rodeada de “famosos”, invitada a cubrir la inauguración del Hotel Internacional, único ubicado dentro del Parque Nacional, con vista privilegiada a la Garganta del Diablo. Alguien trajo la noticia (recordemos que no existían los celulares ni Internet) de que las Fuerzas Armadas argentinas habían recuperado las Islas Malvinas. Hubo entusiasmo general, salvo por un viejo periodista —ya fallecido— que, con el ceño fruncido, y casi en un murmullo, dijo: “No se entusiasmen tanto, acá va a haber problemas; va a haber muertos: la Thatcher también quiere perpetuarse”. Pero hubo brindis, mientras el viejo recordaba la marcha de la CGT de unos días antes, con gases, heridos y cientos de detenidos por pedir “Paz, pan, trabajo (la dictadura abajo)”.
Los datos de la historia son ampliamente conocidos. Quiero hacer aquí mi relato personal. Y contar que esa misma noche estaba volviendo a Buenos Aires, convocada por la revista para la cual trabajaba, con la orden de armar un bolso con mucha ropa de abrigo y partir inmediatamente hacia el sur. Objetivo: intentar llegar a las islas.
El sueño fue breve. El 4 de abril estaba yo instalada en Comodoro Rivadavia, en un hotel que albergaba un centenar de periodistas. Las únicas mujeres eran las corresponsales extranjeras. Y yo. Enviada de una revista femenina (Para Tí), por ese tiempo empeñada en compartir la moda con las notas de actualidad.
Poco había para hacer, como no fuera esperar que los militares destacados en Comodoro se dignaran contar lo que pasaba en las islas. Y no lo hacían. Pero cada equipo trataba de arreglarse para contar algo. Yo, por ejemplo, entrevisté a una kelper que vivía en Comodoro junto a su familia desde hacía unos años, y contó cómo era la vida cotidiana en las Malvinas. Lo demás era esperar, y esperar. Y seguir escribiendo sobre cómo se vivía la guerra (aún inexistente) en el confín de la Argentina. La ciudad fue declarada Teatro de Operaciones del Atlántico Sur, y en el edificio de la Cámara de Comercio se instaló un llamado “Centro de Prensa”, al que un coronel de apellido Solís convocaba a los periodistas dos veces por día. Había que ir a la mañana temprano y a las cinco de la tarde, para casi nada.
El recuerdo sería gracioso, si no me asaltara todavía la congoja con la memoria de aquella tragedia nuestra. Pero resulta que un día, un sargento que a veces acompañaba al “coronel Cañones”, tiró sobre el escritorio un par de tetas de plástico, y pidió a los fotógrafos que registraran. Las habían encontrado, junto a otros elementos indecentes, sostuvo, en un cuartel de los royal marines, y constituía la prueba irrefutable de la degradación moral del enemigo. Y así todo…
Pero para los periodistas, muchos de ellos veteranos corresponsales de muchas guerras, lo peor era la incertidumbre sobre cuándo y cómo podrían acceder al verdadero “campo de batalla”. Sólo estaban en Malvinas unos pocos, no más de una decena. Y cada día era igual: cerca de la medianoche corría el rumor, en el comedor del hotel Comodoro, de que a la madrugada salía un avión hacia Malvinas, pero con apenas cinco o seis lugares disponibles. Empezaban las reuniones, intentando consensuar: un corresponsal extranjero, un fotógrafo de un diario, un cronista de otro, un fotógrafo de revista, una cámara de televisión… Sí, pero ¿cuáles? Después de tan arduas discusiones, a eso de las cinco de la mañana llamaban de parte del coronel para decir que lo del viaje no se hacía, pero que tal vez al día siguiente, y al siguiente, y al otro.
Empecé a buscarme ocupaciones. Con el Negro Durán y el Tupa Carballo, fotógrafos avezados en varios combates, salíamos de paseo simulando ser una pareja entretenida, para ver si ellos lograban tomar imágenes de los aviones Mirage peruanos que, se decía, habían llegado a la base aeronaval de Comodoro. Alguna vez nos fue más o menos bien; la mayoría, no. En la ciudad habían empezado los oscurecimientos. Eran ejercicios que involucraban a toda la población, con la idea de hacer menos visible la zona urbana ante la posibilidad de ataques aéreos. En los colegios, entrenaban a los chicos para refugiarse bajo los bancos (obviamente no había sótanos ni refugios) cuando escucharan una sirena. Cubriendo una de esas notas conocí a Sandra, una nena bella y dulce que tomó la costumbre de llegarse por las tardes hasta el hotel para que la ayudara con sus tareas escolares. Sandra fue un cable a tierra en esos días desolados. Hace poco retomé el contacto con ella, convertida en una valiosa mujer. Me asombró saber cuánto le había ayudado a encontrar su camino un libro de Hermann Hesse que le regalé entonces.
Poco antes de que terminara el mes logré que me permitieran volver a Buenos Aires para estar unos días con mi familia. Aunque la experiencia pueda sonar fascinante, yo extrañaba mucho todo. Dos días después de mi partida, llegó el ultimátum para los periodistas extranjeros. “Señores, a partir de este instante, todos ustedes disponen de 48 horas para abandonar esta localidad. Por requerimiento del señor jefe del Estado Mayor Conjunto, el personal de periodistas extranjeros que se encuentran en jurisdicción del Cuerpo de Ejército V, deberán abandonar el mismo para radicarse en la ciudad de Buenos Aires”, les dijo Solís. O algo por el estilo.
Subí al avión que me traía de vuelta a casa con la primera y perturbadora noción sobre la guerra. En ese interín habían llegado los primeros heridos al hospital de Comodoro. No había disparos del enemigo. Era todo “fuego amigo”, impericias de chicos con dos semanas de preparación, o algún “exceso” en el zarandeo de un superior. Lucían tan frágiles, y lloraban por no haber podido llegar a la guerra. Sentían que le fallaban a la patria. Y pedían por sus mamás. A Juan, que era correntino y se recuperaba bien, le habían dicho que en dos o tres días le daban el alta y se iba para Malvinas. Cuando le conté que me volvía a Buenos Aires, me pidió una hoja del block, escribió una carta para su novia y me encargó que se la mandara “desde la Capital, porque así llega más rápido a Goya”.
Con esa carga llegué a una ciudad que no se había enterado más que por la tele de lo que pasaba en el sur del mundo, y que vivía el conflicto como un partido del Mundial. Había juntadas para tejer bufandas en el Obelisco, y a la noche todos de joda, pero cantando que “tras un manto de neblina no las hemos de olvidar”. Como lo mío no eran vacaciones, me tocó ir a una conferencia de prensa del canciller de la dictadura, Nicanor Costa Méndez, repentinamente latinoamericanista convencido. Me enloqueció la hipocresía. Lloraba todo el día, comía poco y dormía menos. Mi vieja se preocupó y me pidió que me quedara. Lo planteé en la revista. Uno de mis jefes, al que no voy a nombrar por respeto a su familia —que no conozco— me dio las convincentes razones por las cuales, a Comodoro, debía volver yo. “En cualquier momento esto estalla de veras, y si llegan a bombardear el hotel, yo tengo hijos, no puedo quedar debajo de los escombros”.
Así es que el primero de mayo tomé el avión de regreso. Debo confesar que la posibilidad de convertirme en verdadera corresponsal de guerra, y hacer del periodismo algo realmente interesante y útil, también me subyugaba. Como la idea de vivir esa aventura junto a mi amigo del alma, Osvaldo, a quien había enviado la revista Siete Días también a Comodoro. Pero el vuelo hizo escala en Bahía Blanca. Los parlantes informaron que la Fuerza Aérea Argentina había tenido su bautismo de fuego, que el espacio aéreo al sur de Bahía quedaba bloqueado, y que los pasajeros teníamos la opción de regresar a Buenos Aires en ese mismo avión, o descender y continuar por tierra.
Mi objetivo era Comodoro y, cual soldado, salí del aeroparque y fui a la terminal de micros. El viaje era largo. Pero lejos estaba de suponer, a mi llegada al hotel, que mi virtual “desaparición” había mantenido a mis colegas y a mi familia en la zozobra. “¡¿Dónde estabas?!”, me gritaron setenta personas al unísono. “¿Y dónde voy a estar? Viniendo”.  Después de los brindis y las risas y los abrazos, volvió la realidad. Y la realidad era bastante diferente de la que había dejado. Estábamos en guerra. En guerra cierta, palpable y cotidiana.
Al día siguiente hundieron el Belgrano. Nos enteramos, como de todo, a la hora de la comida. Fue, probablemente, la noche más triste de toda esa estadía surrealista. Con Osvaldo nos tomamos de la mano y estuvimos así, sin pronunciar una palabra, durante casi una hora. Nosotros, militantes de izquierda, ¿quiénes éramos? ¿Qué estábamos haciendo ahí? ¿Cuánta muerte más iba a ser suficiente?


Los “muchachos” intentaban relajar un poco después de las cenas colectivas, y se iban a algunos de los muchos piringundines de la ciudad petrolera. “La pendeja” (o sea, quien suscribe) había devenido una suerte de protegida intocable del varonil grupo, y pese a mis reclamos para que me llevaran de joda, nunca tuve la oportunidad. Pero, cargados de culpa por haberme dejado sola, más de una madrugada un selecto grupo de bromistas —en copas—golpeaba la puerta de mi cuarto pintados como “buzos tácticos”, mate en mano u ofreciendo un trago de ginebra. El compañerismo se había hecho fuerte entre aquellas tinieblas.
Por las noches, el comedor del hotel Comodoro mostraba un panorama extraño. En unas mesas largas, los periodistas, cantando “Sólo le pido a Dios” o, preferentemente, “Hombres de hierro”, mostrándonos decididamente antimilicos. A metros, en otras mesas larguísimas, otro nutrido grupo, pero de los pilotos de Hércules. Los aviones de combate partían desde Río Gallegos. De la base de Comodoro salían los enormes aviones de transporte, tanto de soldados como de abastecimiento militar para las islas. Sus vuelos, a esa altura del conflicto, eran muy riesgosos. Debían hacerlo casi a ras del mar, y sin luces ni telecomunicaciones,  para sortear los radares de la flota inglesa. Esos hombres, cuyo genérico “militar” odiábamos, y con toda razón, tenían la clara conciencia de que esa podía ser su última cena. Y también nos miraban con bronca. Pero una noche —cuya fecha no recuerdo— uno se acercó a nuestra mesa y pidió hablarme un minuto. Me dijo que tal vez la mía fuera la última cara femenina que miraba en su vida. Y que en mí veía a sus hermanas, a sus novias, a sus hijas. Se sacó el pañuelo camuflado de su uniforme y me pidió que lo tuviera, por si no volvía. No pude decirle que no. No tengo idea de quién era ni cuál fue su destino. El pañuelo debe estar guardado en la casa de mi madre.
Charly García pedía que “no bombardeen Buenos Aires”, pero para nosotros el bombardeo era algo que iba a suceder al día siguiente. Los oscurecimientos eran constantes. El frío y el viento habían llegado con fuerza a Comodoro y ya casi no se podía salir a la calle, a menos que fuera en auto. Las noticias las concentraban ATC y Télam, y para ellos íbamos ganando. En el Hospital Regional no alcanzaban las camas y los cuadros de los heridos eran cada vez más graves. Muchos habían sido amputados por “pie de trinchera” (congelamiento). A nosotros ya nos contaban sobre estaqueos y falta de comida y abrigo para los soldados. En el medio hice un par de notas de las que me enorgullezco (general Daher, la bandera enemiga no es un adorno para la casa), pero que no vienen al caso. Los lugareños sostienen que quien mira el cerro Chenque —el que domina la ciudad y a veces la tapa con su barro— indefectiblemente vuelve a Comodoro. Nosotros, claro, nos dábamos a la tarea de evitar mirarlo.
Seis meses antes habíamos planificado un viaje a Europa junto a mi amiga Teresa, periodista también, que había pasado unos días en Malvinas y en Comodoro. Las dos entrábamos en vacaciones el 28 de mayo. La revista consideró que ya nada nuevo teníamos para hacer en la zona del conflicto, y nos dio vía libre. Dejé Comodoro el 27 y llegué a casa con tiempo para hacer una valija e irme a Ezeiza. No sabía si quería quedarme en el sur o no volver al país nunca más. En Italia —y después de un viaje soñado— me esperaban, si los quería, una casa y un trabajo.
Cada llamado a Buenos Aires era una pesadilla. “Vamos ganando”. “Mirá que acá dicen todo lo contrario”. Vimos el 14 de junio por la tele. Vimos el resurgir de todas las protestas. Vimos declinar a Galtieri. El día de la decisión, frente a la oficina de Aerolíneas en Roma, lo llamé a Osvaldo. “Si yo fuera vos, me quedaría por allá; pero como vos sos vos, mejor volvete”, me aconsejó mi alter ego por años. 48 horas después, el ejemplar de Clarín que me alcanzó la azafata fue como una señal de que no se había equivocado. El titular rezaba: “Apertura democrática”.
Dejé Roma con 42 grados y tres días después, pleno agosto, me recibía el sur con 5 bajo cero. Recién reincorporada, mi nueva misión periodística era “Comodoro después de la guerra”. Se ve que alguna vez, sin querer, se me fueron los ojos hacia el Chenque.
Dicen algunos analistas que Thatcher nos hizo el favor de sacarnos a Galtieri de encima. Tengo para mí que no es verdad. Que de la mano de las protestas vecinales como el Lanusazo, de un movimiento de trabajadores combativo, de la multipartidaria que ya se reunía, y de la cantidad de jóvenes militantes que se incorporaban a los organismos de derechos humanos, la dictadura estaba sentenciada. Malvinas está plagada de historias de heroísmo. Y también de ignominia. La mayor, seguramente, es responsabilidad de los argentinos, que no supieron tributar a sus veteranos el calor, el respeto y el sostén que merecían y necesitaban. Malvinas debe tener sus héroes. Y también su “Nunca más”.
Y no importa si lo aprendimos en la escuela, en el Billiken o en la tele. No importa si una andanada de campañas interesadas pretende convencernos de que el reclamo es patrioterismo absurdo. No importa si el colonialismo británico se escuda en la “libre determinación” de los isleños. Sí importa que estén militarizando Malvinas y el Atlántico Sur. Porque a todas las razones de antes, ahora le sumamos el soldado de Goya, el pibe del Belgrano… Por eso

LAS MALVINAS SON ARGENTINAS. AHORA Y SIEMPRE.





Marzo/Abril 2015